“Debo mi invención a la libertad que tuve”. Una conversación con Beatriz González
La artista colombiana Beatriz González acaba de cumplir noventa años. Y puede decirse que toda su vida ha estado untada de pintura: desde la retina y la memoria hasta sus manos, que a diario, todavía, trasiegan con pinceles y lienzos. La Maestra tiene también el don de la palabra. Por tanto, proponerle una conversación sobre el asunto del color para estas páginas nos permite celebrarle ser así de sabia.
Esta entrevista en homenaje es publicada en colaboración con el Banco de la República y su colección de arte, que alberga 58 obras de la artista bumanguesa.
POR Rocio Arias Hofman

Mujer de no muchas cosas: Beatriz González sentada en la pequeña silla de su taller.
Una frase de Paul Cézanne: “Cuando el color logra riqueza, la forma también alcanza su plenitud”. Bien podría resultar una máxima para cualquiera interesado en crear una colección de moda capaz de trasgredir los límites ya conocidos. Pero la frase en sí misma carece de sentido si no se educa el ojo, si no se practica el aprendizaje cromático. En buena medida, la vasta dedicación al descubrimiento de una composición formal propia que caracteriza la obra de Beatriz González corrobora la premisa. Sin su hondo interés por conocer la historia del arte, aparte de las técnicas adquiridas, su estilo y quizás su propia vocación hubieran corrido otra suerte. Este énfasis en el conocimiento que continúa transmitiendo la pintora colombiana es un tema mayor y fundamental para que su presencia en esta edición sea particularmente relevante. Cultivarse es el primer paso para comprender. Confiamos en que las intimidades compartidas por la artista resuenen con eco en aquellas personas resueltas a crear.
El taller donde pinta Beatriz González linda con el espacio que ocupa su esposo, el ingeniero y arquitecto Urbano Ripoll. El hijo de ambos, Daniel, también parece habitar el lugar, un piso elevado en un edificio de ladrillo a tan solo unos pasos del Planetario y de la Plaza de Toros de Bogotá. El ambiente luce citadino, verdoso y gris, familiar. Como ha debido ser siempre la unión de Beatriz y de Urbano, un sincretismo de tonos y cadencias donde las voces de ambos se intercalan sin pisarse para atraer recuerdos e hilar querencias mutuas.
Ciertas acciones aprietan el ritmo de la conversación porque el archivo completo de la obra de la pintora ha sido cedido al Banco de la República y el cuidado en reunir todo lo relativo a su actividad es perentorio. También porque Beatriz González ha inaugurado dos exposiciones en la ciudad: en el centro de arte y memoria Fragmentos y en la galería Casas Reigner. Y en 2023 la ciudad natal de la artista, Bucaramanga, será por fin sede de una colección coordinada a su vez con el custodio de su legado, el mismo Banco de la República. Mientras Beatriz González atiende una llamada, observo el carrito de té que perteneció al linaje materno donde se acumulan tubos gastados de color y recipientes con pinceles de todos los grosores. Al lado, un caballete donde aguarda un cuadro incipiente y una sillita baja de madera. En ese trono casi infantil se va a sentar la señora nonagenaria para contar con pasmosa lucidez y detalle lo mucho que sabe.
Beatriz González muestra un recorte de prensa. De fondo, Urbano Ripoll, su esposo.
¿Usted ha hecho pigmentación o búsqueda de colores?
No, después de tantos años pintando tengo unos colores muy fijos. El primero, el favorito, es el verde, el verde esmeralda. Cuento siempre que mi papá me llevó de Bogotá a Bucaramanga una caja de muchos colores. Yo iba en segundo de primaria y me fascinó el verde esmeralda.
¿El que cubre tanta vida ahora en Bruma?
Sí. Claro. Ese verde esmeralda me fascinó. Yo pintaba los cuerpos y pintaba al niño Dios; la carne del niño Dios era verde esmeralda. Todas las cosas que tenían que ver con blanco eran verde esmeralda. Luego ya me inventé la teoría de que yo no usaba el blanco. Lo usaba para aclarar colores, pero poner un pedazo blanco en un cuadro me parecía atroz. Había colores que reemplazaban al blanco y uno de esos era el verde esmeralda. Una cara que debe ser blanca y rosadita, verde esmeralda. Un espacio verde esmeralda. Todo era para no usar el blanco.
Usted tuvo mucha suerte de niña, porque normalmente se condiciona el ojo de los niños rápido para decirles que las caras no se pintan de verde esmeralda sino de blanco.
Eso fue muy raro. Lo único feo fue que se me dañó la letra. Mi hermano tiene una letra bellísima. Nosotros somos tres: Jorge, Lucila y Beatriz. Jorge es el mayor, Lucila después y yo soy la menor. Y él tenía una letra dibujada –o tiene, está muy mayor ya–. Yo la tenía igual, pero llegaron las monjas con la letra Palmer y me dijeron que mi letra era egoísta y que debía utilizar la Palmer inclinada. Se me quedó inclinada [risas]. Pero en el colegio tuve mucho apoyo, ¿sabes?
Pero nadie condicionó a la niña en la casa.
No. Mi papá me decía: “la niña que es artista venga a ver el atardecer conmigo”. Teníamos un balcón y mirábamos el atardecer.
¿La llamaba así desde que era muy chiquita?
“La niña que es artista”, sí. También hubo una cosa muy interesante en el colegio. Un día una monja nos puso una tarea: “Cojan el carboncillo y el esfumino y pinten esta mandarina”. Puso la mandarina ahí. Yo pinté la mandarina y cuando la monja la vio, la cogió y dijo: “¡Una artista! ¡Una artista!”. Quinto de primaria.
¿Ese recuerdo que tiene del color verde esmeralda de niña es parecido al que tiene ahora?
Sí, lo uso mucho. Es el color que más gasto. Verde, por ejemplo, sigue siendo el cuerpo. Salió de la caja de colores.
Es decir, un color puede llegar a apasionarlo a uno tanto que simplemente lo asocia con lo que más le gusta.
Claro que yo he usado todos los colores. El amarillo lo uso mucho, fíjate en el cementerio. Es amarillo. El amarillo me gusta. Yo no rechazo los colores, excepto el azul de Prusia. Me parece horrible [risas]. No rechazo colores porque me parece que cada color tiene una función, cada color sirve para expresar algo. Pero sí tengo condenado al blanco, que lo uso solamente para aclarar. Creo que solamente hay un cuadro mío en que tengo un pedacito blanco. Todo se vuelve una armonía de colores, ¿no?
Oliver Jeffers, un autor de libros infantiles, tiene dos volúmenes dedicados a los crayones de colores. Son unos crayones de colores que se ponen bravísimos con el niño que los usa y le escriben cartas. El crayón blanco le reclama al niño exactamente lo que usted dice: que por qué no lo usa, que por qué nadie lo quiere, que por qué nadie lo usa para rellenar nada. En los libros, cada color le reclama algo al niño que lo usa. El color piel, por ejemplo, le reclama que solo es utilizado para la piel, cuando podría ser útil para muchas otras cosas, y les tiene envidia a los colores primarios.
El color piel para mí es el verde. Debe sorprender mucho porque el verde tiene unas connotaciones como, di tú, “una persona se puso verde de la envidia” o el verde de los cuerpos muertos. El verde no es un color muy libre de connotaciones, pero yo siempre lo estoy usando.
¿Cómo es volver al color de la infancia, ese color que ha estado con usted tanto tiempo, pero que esta vez es un color que desde el punto de vista técnico y artesanal usted mezcla distinto? ¿Cómo es ese verde esmeralda hoy al calor de Bruma, su última exposición?
Yo creo que el verde esmeralda persiste porque lo he unido a la tragedia de Colombia. Pienso que ese color sí significa algo en relación con mi manera de contemplar la tragedia de Colombia, pero al mismo tiempo produce paz. Hay ahí una cosa entre la guerra y la paz, que es lo que me lleva a usarlo más y no dejarlo. Está, por ejemplo, en una serie que hice en Zúrich que se llama Funebria. El verde esmeralda representa lo que ha sufrido Colombia. El color y yo estamos ligados.
De todas formas, en términos de teoría de color, los colores no existen, ¿no? Son solo una percepción.
Es muy chistoso porque eso que dices me recuerda a Luis Caballero, con quien fuimos muy amigos. Él vino en el 61, yo estaba en la universidad, nos hicimos amigos, nos conocimos en los Andes. A veces parecía muy brusco; era muy gracioso con su gran discurso: “Usted que viene de la provincia, ¿por qué sí le sale el color bien? Y yo que me he leído las leyes de Tiziano del color, las de fulano, las de sutano, yo he leído todo eso y a mí no me sale el color” [risas]. Él decía en la universidad que a mí no me salía ningún color mal.
De hecho, ahora me estaba acordando de esta frase de Oscar Wilde que dice que se debe absorber el color de la vida, pero no se deben recordar nunca sus detalles. Porque sobre el color se ha escrito mucho.
En exceso, me parece. A mí me gusta hablar del color con relación a la naturaleza, pero con relación al arte es más difícil hablar de color. Porque cada pintor tiene su paleta y su manera de usarlos. El color no es solamente visual. Cuando uno pinta, está pensando cuál es el color siguiente que va a poner; entonces uno hace una figura o un espacio o pinta algo y siempre está el “qué voy a poner al lado”. El color sí es difícil de manejar. Pero yo estoy de acuerdo con Luis. Soy de provincia y tengo un color natural [risas].
Eso viene con la provincia.
Él fue educado en Europa en esa época que llaman pop. De todas maneras me acordé mucho de la Sagrada Familia, versión Bucaramanga, de la cúpula.
Dicen que tuvo una incidencia muy grande en usted la Catedral de Bucaramanga.
Sí, desde el balcón de mi casa se veía la cúpula. El padre Trillos era el que manejaba la iglesia en esa época; no teníamos obispos en Bucaramanga. Tenía unos triángulos amarillos y unas bandas verdes, pero en la mitad había un hueco y ese hueco era vinotinto. Entonces, amarillo, verde y vinotinto. Le dijeron al cura que le había quedado como una guacamaya. Él decía: “Guacamaya o no guacamaya, les dejé la cúpula”. Lo más bonito era que por dentro la iglesia imitaba árboles con los mismos tres colores. Los muebles de mi obra los hice imitando mármol. Y las columnas y todo: imitando mármol.
Alta precisión de color.
Un inglés vino, creo que era el novio de la princesa Ana. Decía que lo que más le gustaba de Bucaramanga eran los mármoles de la Sagrada Familia. Todas las bancas cubiertas. Yo creo que las pintó o el maestro Acuña u otro pintor santandereano del norte. Ellos pintaron la iglesia entre los dos. Toda la iglesia, hasta las bancas. En un momento se decidió que las iglesias deberían ser blancas, pero no del todo. No se han borrado del todo las columnas; creo que todavía simulan mármol.
O sea que el uso posterior del mármol falso en la aplicación pictórica de sus muebles viene de ahí.
Sí, pero yo creo que ellos debían saber pintar al fresco. Porque eso está muy bien hecho, el mármol.
La guacamaya, los mármoles… de seguro los renacentistas italianos estarán revolcándose en su tumba al saber en qué derivó la conversación sobre el color [risas].
A mí me gustó mucho estudiar el Renacimiento y pensé que podía servirme para pintar, pero no. Yo tenía muy marcadas las divisiones. Una cosa es la historia del arte y otra el oficio. Una cosa era lo que yo estaba aprendiendo con Marta Traba, una gran maestra. Marta, en sus clases, hablaba de libros y contaba los libros divinamente. Cuando llegaba al Renacimiento en Italia, lo contaba como nadie. Por ejemplo, relataba el momento en que entró el “Niño de oro”, algo que inventó Leonardo Da Vinci para que los Medici celebraran por allá el Año Nuevo. Teníamos que leer como cuarenta libros. Empezábamos con la Ilíada, después la Divina comedia, el Quijote. Las humanidades en los Andes eran maravillosas. Por eso yo, cuando creé una historia para guías de museos, los obligué a leer porque tengo el recuerdo de que llegué a Bucaramanga y no había leído la filosofía del arte. Entonces Marta se sabía de memoria textos de gente como Boehringer, pero ella no nos hacía leer, sino que nos contaba muy bien los libros.
Pero los incitó a leer.
Cuando salí de la universidad, antes de que me graduara, el decano, que era Carlos Dupuy, me dijo: “Beatriz, te necesitamos aquí –porque yo fui muy buena alumna–, quédate aquí para que dirijas el curso de no sé qué”. Le dije: “No, no, no. Me voy a Bucaramanga a saber qué sé”. Eso ha sido para mí lo más grande que se me ha ocurrido en la vida. Porque en Bucaramanga tenía una casa muy grande, mi papá me hizo un estudio y ahí me puse sola a ver qué sabía. Además, mi papá tenía un amigo alemán dueño de un almacén; importaba vajillas, cosas muy finas, y daba un café delicioso en su local. Un día le dijo: “Su hija estudió arte”, y mi papá: “Claro, se acaba de graduar”. Entonces: “Dele este regalo” y me obsequió unas cajas importadas de colores al óleo. Es que había que conseguir las herramientas y los colores, que son carísimos. Y resulta que me dio unas cajas ya mareadas, que tenían el aceite saliéndose de todo; no sé cómo no me intoxiqué cogiendo esos tubos, pero tenía todos los colores del mundo para trabajar. ¿Te imaginas eso? Yo podía decir: “Quiero azul, quiero rojo, quiero no sé qué”. Todos los colores.
Usted ha sido una mujer muy libre desde niña. Libre y con herramientas.
Estás dando en el clavo. Yo digo muchas veces que debo mi invención a la libertad que tuve. ¿Por qué? Porque cualquier otra se mete en la escuela a hacer y no tiene la libertad de inventar. Pero mi papá me costeó los estudios, me consiguió los colores y me dio absoluta libertad. Nadie me estaba preguntando si eso tan tremendo que yo estaba pintando era feo o por qué no seguía a la academia; todo eso es la libertad que yo tenía de trabajar. Y luego, Urbano Ripoll, mi marido. Viví esa libertad cuando me casé con él, el mismo año de mi primera exposición en el Museo de Arte Moderno como artista joven, cuando él era muy pobre y trabajaba mucho. Es muy buen arquitecto, pero no tenía recursos. Nunca me pidió que vendiera un cuadro. Entonces, ¿qué sucede? Yo inventaba todas las locuras y la gente se aterraba. No tenía ningún éxito, no solo por las formas, sino por los colores. A la gente no le gustaban esos colores anaranjados, amarillos, todo eso que usaba yo, la Sagrada Familia, las guacamayas. Eso fue muy importante para mí, porque tuve absoluta libertad.
Esa profunda libertad se puede ligar justamente con la experiencia en la formación de guías de museo. Está el oficio, como usted decía; está el conocimiento y la historia del arte; está la dedicación al formar a otros. Usted lo ha hecho como curadora jefe del Museo Nacional.
Acabo de sacar un libro. Se llama Sobre el arte. Son conferencias que he dictado, como veinte. Una tarea muy erudita de cuando estuve en el Museo de Arte Moderno. Para formar guías de museo me inventé sistemas. Por ejemplo, un guía no debía ponerse uniforme de militar, ni uniforme de soldado, tampoco debía vestirse muy estrambótico; si se ponía un ganchito con rosas, esos eran distractores, una cantidad de estrategias que a ellos, mis alumnos, les fascinaron. Yo tenía la camiseta de maestra, como decía Darío Jaramillo, además de la camiseta de artista. No mezclé las cosas.
¿Cómo ejerció la libertad formando a otros? ¿Cómo se recuerda como maestra?
Era algo muy bonito. Recuerdo cuando un día Luis Caballero me propuso ir al museo que tenía Gloria Zea en Bavaria a preguntarle en qué le podíamos ayudar. Entonces ella nos dijo: “Miren: Luis, tú expones, y Beatriz enseña”. Luis se puso furioso porque me quería mucho y entendía mi obra muy bien. Entonces le dijo: “Yo no expongo si no es con Beatriz”. Hicimos una exposición en la que estaba la obra de Luis con todos esos grises, con todos esos colores, unos cuadros grandísimos, entre dibujo y pintura, pero de una finura de color impresionante porque en esa época él estaba cambiando y buscando un camino muy especial de figuración, así como lo del cuerpo. Lo mío eran los muebles. Fuera de eso, Gloria llamó a Jim Amaral para que hiciera el montaje. Él puso mis muebles sobre unos bancos con los colores más rechinantes del mundo: verde lora, todos esos colores. Y encima colocaba mis muebles, que eran un escándalo, es que no gustaban. Estaban los cuadros de Luis, esa celebridad, y más acá un mueble mío era como una vergüenza. Luciano Jaramillo escribió un artículo en que decía: “Miren los cuadros de Luis Caballero, pero tápense los ojos ante los de Beatriz González” [risas]. Yo decía que era la Capilla Sixtina y el Pasaje Rivas; la Capilla Sixtina, Luis, y yo el Pasaje Rivas.
Buena parte de su obra ha tenido que ver con eso, haberle podido dar voz a lo popular. Hay una tensión entre lo popular y lo artístico. ¿Usted cree que es un problema muy colombiano?
No. Es una cosa universal. Todo ese lío está muy bien explicado en un libro de Ticio Escobar, paraguayo, filósofo, crítico de arte. Yo lo abordé de una manera hasta cínica, porque decía: “Mi problema es el problema del gusto, ¿por qué unas personas ponen en su casa una repisa con unos muñequitos, con unos elefanticos? ¿De qué están rodeadas las personas?”. El hecho de coger las láminas Molinari y empezar a copiarlas para hacer mis obras... todo eso era una teoría loca que me inventé con respecto al gusto y así fui a la Bienal de Venecia. Allá yo quería mostrar cómo nos llegan las obras de arte universal a los países subdesarrollados. ¿Dónde vas a ver las obras de arte? Nunca las veías por una reproducción de época. Hoy en día ya la cosa es otra, gracias a internet y a esa cantidad de opciones impresionantes, pero en ese momento era tremendo. Me acuerdo de que una vez descubrí un boletín de educación sexual ilustrado con Mujer leyendo una carta de Vermeer [risas]. Eso fue cuando ya me había casado con Urbano. Vivíamos en un edificio entre la cuarta y la quinta, y a mí me fascinaba bajar por la 19 porque había una feria del libro. Ahí fue que vi el boletín. Imagínate eso, no lo podía creer. Así es como nos llegaba el arte universal. Y por aquí hay una muñequita, una Shirley Temple latinoamericana que compré en la 19. Yo bajaba a comprar cosas ahí, porque me parecía que tenían un significado. No me he separado de esa muñequita porque entiendo que resumía el problema que yo tenía con el gusto.
Dentro de esa teoría suya sobre el gusto también está implícito el asunto del color, ¿no?
Claro, el color está emparentado con el gusto. Le cuento una historia. En 1971 me invitaron a la Bienal de São Paulo. Lo que pasó fue que me citaron por allá a las diez de la noche porque iban unos alumnos de arte para que yo les explicara mis muebles. Uno era una mesa con La última cena, de Leonardo Da Vinci, pintada encima sobre una base de metal amarillo. Era una cena muy particular porque la saqué de las láminas Molinari. Él puso la cena, pero tal vez le pareció que estaba muy vacía y agregó dos floreros adelante [risas]. Además, pintó a Leonardo como un discípulo más. Yo lo reproduje así, según las láminas, no el cuadro. Era una cosa horrible. Entonces empecé a explicarles a los muchachos que ese era el problema del arte que yo tenía, el problema del gusto. Eran unos alumnos muy queridos; hoy uno de ellos es el crítico de arte Ivo Mesquita. Fue muy placentero, pero cuando regresé me di cuenta de que necesitaba hacer una cosa así de bien, como se estaba haciendo en Brasil.
Volviendo al tema de la naturaleza, ¿el color se aprende viendo?
Mi papá era cafetero. O sea, tenía fincas de café y nosotros crecimos desde chiquitos en esas fincas. Eso era maravilloso. Tengo muy presente la importancia que tiene para mí el recuerdo de una finca que se llamaba El Cairo, construida por alemanes que fueron a buscar oro en Santander y se volvieron cafeteros. Luego se fueron a Alemania, vendieron las fincas y mi papá compró una de ellas con los caminos empedrados por los alemanes. Yo salía con mi papá a caballo a recorrer los cafetales. Y ahí tenía el verde de los potreros, el verde de esas montañas donde está el café, la manera como se secaba el café; yo cogía una pala grande de madera y tenía que hacer unos dibujos para que los granos se secaran. Tengo fijos los colores de El Cairo. Cierro los ojos y veo los verdes. Había unas arañas rarísimas, chiquitas, que tenían como una cubierta, eran rojas con pepitas negras o verdes con pepitas. Todo eso lo guardé en mi corazón. Y pues no solo por lo que quería yo a mi papá, sino por lo que influyó el color. Yo creo que yo me formé en el color en El Cairo con mi papá.
Le quería preguntar de un tema cuantitativo, muy elemental. Uno se pone a buscar y formalmente aparecen referenciados 11 colores y 28 tonalidades, pero si uno se va al mundo de la publicidad, aparecen 12 mil colores catalogados y más de 100 mil tonalidades. Mi pregunta tiene más que ver con algo de su infancia: la caja que le regalaron de colores, ¿cuántos tenía?
120. Eran esos. Todas esas elucubraciones lo que hacen es distraer o darle un lado cientificista, una mirada que no está conmigo porque yo no soy eso. Yo tuve la fortuna de conocer la naturaleza desde chiquita en Santander. La luz de Bucaramanga, la luz de Santander, es una luz extraordinaria. Hay algo allá en Santander respecto a la luz y al color.
Recuerdo que a usted un niño le dice que es una señora que pinta cosas muy tristes con colores muy alegres. ¡Qué maravilla es eso!
Una frase maravillosa de un niño costeño, sí. A mí eso me hizo pensar mucho, con cierta tristeza en realidad. Porque es una frase bellísima, pero está enmarcada en la tristeza. Creo que él lo dijo viendo esa exposición que se llamaba El color de la muerte. Cuando llevan a los niños a los museos, les explican y les sueltan unas carretas que nada que ver. A mí me parece que esa no es la manera de aproximarlos al arte. Entonces el niño hizo una reflexión perfecta: estaba viendo cosas tristes, pero los colores le parecían muy bonitos. Frase como de un filósofo.
Le han dicho durante décadas –la crítica, el público– que se les antojaban horribles los colores en su obra, o sea, revelaban todas las teorías inventadas que usted misma dice, que se desprenden de su manejo del color. ¿Les debe mucho a esas críticas o no?
Sí. Yo esperaba que algún día me descubrieran porque a mis obras les iba muy mal en las exposiciones. Veía en los ojos de las personas que eso no les parecía bien, pero a mí me fascinaba que se escandalizaran. Al escandalizar yo veía que eso no tenía futuro, pero sí estaba muy segura de lo que estaba haciendo; como investigación del color estaba perfecto, pero eso producía unas sensaciones tremendas. Y no vendía nada, pero no me interesaba vender. Era como un gran espacio en el cual hacía unas presentaciones inadecuadas por el color, inadecuadas por la forma, inadecuadas por el tema. Las tres cosas eran muy fuertes, realmente, y pasaron muchos años en las mismas. Recuerdo que una vez Carolina Ponce de León me dijo: “Yo voy a llevarla a Estados Unidos para que usted triunfe”. Porque no es que no llevaran mis obras a, di tú, París; la galería Garcés Velázquez las exponía en París pero nadie veía mis cosas. Hay una foto en Buenos Aires en la que están los muebles y las dos camas, las de la muerte del justo y del pecador. Hay dos señoras argentinas, muy elegantes, mirando la obra, cada una con su cartera elegantísima, pero esa incredulidad en la mirada a mí no se me olvida. Esas señoras estaban trastrocadas.
Genial, les rompió el mundo.
No me arrepentí. Yo seguía trabajando en esa vía, buscando más caminos, y suprimí algunos colores. Con mis herramientas sí soy lo más conservadora del mundo porque todavía uso el lienzo y el bastidor. Después de haber pasado por todas las locuras de muebles en metal, hace años que soy clásica. Uso colores Marks & Spencer, los mando a comprar. La trementina ya no la puedo emplear por razones de conservación de los árboles. En todo caso, uso una trementina que no huele rico, pero empleo trementina. Uso el bastidor con el mismo tipo de templado. Todo absolutamente conservador. También con los colores, aunque como te decía, alcancé a suprimir algunos. No sé si tú vivías en Colombia cuando ocurrió el incendio del Palacio de Justicia y los muertos y todo eso. Allí cambié: suprimí el naranja, el verde lora... suprimí muchos colores, pero otros perduraron: el vinotinto, el verde manzana, el azul ultramar. Cuando pasó eso, yo me dije: no me puedo reír más. Recuerdo que desde las Torres del Parque se veía el Palacio ardiendo, increíble.
¿Usted lo vio desde acá?
Sí, pero el primer día estaba en Pasto. Había ido con el Banco de la República, y al día siguiente ya estaba aquí, en mi apartamento mirando por la ventana. Mi marido estaba pálido viendo eso, mirando el incendio del Palacio. Entonces pensé: ya no puedo hacer chistes. Antes, todo lo que yo decía era gracioso y decía cosas irrespetuosas, pero después de eso ya no me podía reír más.
De ahí surgió su acercamiento a la página roja literalmente, ¿no?
Buena parte de mi mirada a los periódicos ya había comenzado, pero cuando pinté Los suicidas del Sisga, pensé: “Esto es lo mío”. Porque yo no quería ser Botero, por más de que Botero me estuviera fascinando, por lo menos hasta el 69. Yo decía: “¿Para qué pinta uno si él ya hizo lo que uno quería?”. Acuérdese de Teresita la descuartizada, hizo unas cosas de prensa, pero él no miraba, él inventaba. Yo creo que leía los titulares, pero no iba más allá. Y entonces nos fuimos con mi esposo a Holanda. Urbano tenía un curso en el Bau Centrum. Mientras estábamos allá, un amigo nuestro de Bucaramanga, Enrique Ogliastri, pensó que a mí lo que me gustaba de la prensa eran los crímenes, aunque eso no era cierto. Los suicidas del Sisga era por el evento, y la imagen que estaba en El Tiempo era chiquita. Fue una imagen que me enseñó: así es que yo debo hacer los ojos, esto es lo que debe ser plano. Yo no quería hacer volumen, como Botero, pero Enrique pensó que lo que me gustaba temáticamente era lo forense. Cuando llegamos de Holanda me regaló recortes de periódico de todas las fotos imaginables de crímenes. Eso me abrió un camino muy interesante porque me puse a dibujar eso, a imprimirlo en una técnica como una fotocopiadora, pero para arquitectos. Empecé a trabajar todas esas imágenes que él me había traído y eso me enfocó mucho.
Usted lleva tantos años trabajando con fotografías alrededor de todos sus temas. Por ejemplo, en los enfrentamientos que hubo este año entre la comunidad embera y la policía en Bogotá, ¿a usted le llega la fotografía en el periódico y su actividad mental comienza en el mismo momento en que ve la foto y la recorta?
Me parece que ahora hay censura. No había casi fotos, yo no vi fotos conmovedoras de esa batalla entre policías e indígenas, no las he visto.
¿En el periódico hay un registro parco?
No existe, por eso yo digo que hay autocensura. En El Tiempo, que es el que nosotros consultamos, no había nada que fuera necesario recortarlo o registrarlo. No hay un reportero gráfico de El Tiempo que uno diga ¡châpeau! No encuentro esas fotografías. Leemos la noticia, pero no veo fotos que me conmuevan.
¿Usted siente que eso ha pasado de una época para acá y que tiene que ver con la autocensura?
Sí, yo siento que hay autocensura. Porque ni siquiera con Iván Duque, tan malo e hipócrita, un tipo al que hubieran podido darle palo con fotos, pero no. Yo pienso que es una cosa política. Como el dueño de El Tiempo es este señor millonario...
Sarmiento Angulo.
Debe tener algunas reglas muy fuertes de aproximación a los hechos, porque uno no ve una foto grande de lo de los embera, ¿dónde está?
¿No se deberá también al mundo digital con el que convivimos? Es decir, las imágenes tal vez no se ponen en el periódico porque ya salieron en redes sociales y medios digitales. ¿Usted revisa imágenes digitales?
No, y ese es un punto importante.
Pinturas verdes de la marca Winsor & Newton para las tonalidades verdes de las pinturas de Beatriz González.
¿Qué relación tiene usted con la tecnología?
Bueno, yo me metí temprano. Empecé muy temprano a escribir en computador, en los años ochenta. Me acuerdo de que Salmona se sorprendía: “¡Beatriz escribe en computador!” [risas]. Realmente me aproximé muy temprano. Sin embargo, pasado el año 2000 me dio una maculopatía que afortunadamente no me impide dibujar ni pintar, pero sí me impide aproximarme a la imagen. Esa puede ser una de las causas que me ha quitado el gusto, pero el gusto en Santa Marta sí existe, donde hay un periódico con fotos muy buenas. Suelo viajar hasta allá y trabajar con esos recortes. Tal vez hay más luz y más tiempo para ponerme a ver.
Entonces usted llega y aguarda el periódico de allá…
Sí, el otro día nos estábamos riendo porque yo llego de esas vacaciones con folders gigantes. No todo el material lo vuelvo dibujo, sino que se guardan como archivo. Ayer precisamente alguien me preguntaba eso. Corto todas las imágenes en Santa Marta, pero no todas las uso para dibujar, sino que las conservo de archivo. Las llevo de Santa Marta a Bogotá y luego se meten en el archivo general. Tengo una manera de trabajar con el archivo: cuando voy a comenzar un cuadro, reviso esos paquetes, que están guardados con fechas en unos folders muy bonitos en los que puedo, en caso de que me quede sin material, buscar a ver si hay algo.
Este matrimonio es un tema de espacio, entonces [risas]. De todas formas, usted donó todo su archivo documental al Banco de la República...
Yo estoy feliz de haber donado lo mío al Banco. Imagínate de todo lo que salimos. El otro día estuve trabajando en mi biblioteca, tratando de organizarla, y ante muchas cosas decíamos: esto se va para el Banco, y esto, y esto. El hecho de que el Banco se encargue de mi archivo es muy gratificante para mí porque cada papelito que guardé está siendo notificado, conservado, protocolizado. Mi asistente está trabajando ahí. La idea es que se vaya todo para Bucaramanga. El trabajo de todos estos años.
¿Cómo ha convivido usted con la edad?
En un principio, yo no quería decir nada. Marta Traba se quitaba los años (ponía 1936 aunque había nacido en 1927: yo vi el pasaporte), Gloria Zea se quitaba los años, yo también me quitaba los años. Yo le decía a Doris Salcedo, que también se quitaba los años, que uno se puede quitar los años, pero no puede cambiar de década. Entonces yo soy de la década del treinta, y ahí me muevo. Pero empecé a sentir un fastidio muy grande de decir mentiras toda la vida. Estábamos un día con mis asistentes buscando unos documentos, y uno de ellos, José, que es como un águila, vio mi partida de bautismo. Ellos, muy lindos, se fueron aterrados, juraron no contarle a nadie que yo había nacido en otra fecha. Cuando ellos me dijeron del pacto que habían hecho para no revelar mi edad, decidí que había sido suficiente de mentiras, y no volví a cambiar la fecha.
Urbano, ustedes han vivido tanto juntos, han compartido la pregunta de la edad, vivir y pasar esas décadas. Ahora mismo, ¿cómo la ven?, ¿es acumular décadas, es una carga, una liberación... qué supone para ustedes el paso del tiempo?
Urbano Ripoll: Para mí ha sido muy bueno. He tenido experiencias que nunca pensé vivir. Ha sido excelente el paso del tiempo, lo recuerdo con mucho cariño. Yo tengo un archivo, muy particular también, de los momentos cumbre de nuestra relación, y es muy bonito.
Como por ejemplo...
Urbano Ripoll: He aprendido mucho de la sensibilidad de Beatriz. Creo que viceversa también.
Beatriz González: Es cierto, cincuenta y cinco años de convivencia no es nada fácil. Cuando cumplimos cincuenta años de casados hicimos un almuerzo en el Museo del Chicó. Subíamos de una misa que hubo y alguien preguntó: “Bueno, ¿cuál es el secreto?”. Urbano contestó: “Perdonar todos los días”. Eso me pareció muy emocionante porque es cierto: convivir no es fácil. Para mí fue muy bello cuando conocí a Urbano y descubrí que él, sin ser discípulo de Marta Traba, sabía de historia del arte y había visto los cuadros más extraordinarios. Él por su cuenta, siendo ingeniero, se fue por el norte de Europa a pie descubriendo museos. Copiaba y dibujaba esos cuadros y a mí me pareció admirable. Yo pensaba que solamente nosotros, los privilegiados que estudiamos con Marta Traba, éramos los que sabíamos, y él conocía un montón por su cuenta. Creo que eso es lo que nos une, un sentido por el arte, la historia del arte, la pintura. Nosotros somos locos por los museos, hemos viajado viendo lo que nos gusta, y luego compramos las postales de lo que nos llamó la atención. Eso va para el archivo, los cuadros de cada viaje, para que no se nos olviden. La lectura también ayuda mucho. Urbano me lee porque ya no puedo leer sin lupa electrónica.
Los pinceles de Beatriz González están dispuestos en una antigua tetera verde.
¿Qué le gusta que le lea, Beatriz?
Leemos el periódico, todo lo que nos parece interesante. Después leemos biografías, literatura, novelas. En Santa Marta es una delicia. Todo lo que tenemos de Borges está leído, pero a veces, después de comer y antes de acostarnos, leemos un libro grande que tenemos de sus relatos. Es la tercera vez que lo leemos. También nos gusta mucho la poesía. Cuando conocí a Urbano nos pusimos a conversar y coincidíamos en nuestros gustos y en nuestros odios. Odiábamos a Calibán. Yo pensé que él iba a creer que yo era una boba por estar diciendo que me gusta todo lo que a él le gusta. Nos unen los gustos por la lectura y la variedad, agotar a un autor, leerlo todo. Por ejemplo, Proust se nos volvió una obsesión.
¿Ah, sí? ¿Por qué?
¡Porque es delicioso! Yo me acostaba en Bucaramanga leyendo a Proust, ¡y me levantaba con la sensación de haber estado con una gente deliciosa!, de haber estado feliz con un poco de gente en la lectura, pero estaba sola.
Los amigos que uno se hace en los libros.
Sí, tenía el placer de haber estado con unos amigos.
Y Urbano, cuando habla del archivo de los momentos cumbres de la relación, ¿con qué relaciona aquellos momentos?
Urbano Ripoll: Los relaciono con la amistad. Creo que es un pilar: uno obtiene mucho de la amistad, de oír hablar y opinar a los demás; y ver dónde coincide y dónde no, y por qué razón.
Eso quiere decir que después de todo ustedes son amigos.
Urbano Ripoll: Sí, claro. Nuestro grupo de amigos es muy selecto, pero muy importante. Otra cosa que siempre hago: no me canso de releer a los mismos autores.
Beatriz González: Es verdad, no sé cómo hace. Yo no me repetiría Guerra y paz. Lo único que repetimos juntos es Borges. Yo siempre veo a Urbano con un libro, y aunque sea el más aburrido, se lo vuelve a leer. Ahora está leyendo a David Copperfield, otra vez. Yo eso no lo haría, yo voy chuleando.
Beatriz, aprovechando este tema de lo que uno hace vez tras vez, podríamos terminar hablando del asunto de la repetición en su obra, para que nos podamos trasladar a Bruma y a Fragmentos.
Sí, con eso yo pensaba, ¿por qué será que aquí nos tienen que decir tantas veces las cosas? A veces veo que las mamás sobre todo repiten y repiten. Lo veo en las mamás de otras personas, porque la mía no hacía eso, era una genio. Pero sí creo que es una cosa cultural, acá la gente usa mucho la repetición. Yo señalaba que en la Biblia varias veces uno encuentra cosas que son reiterativas. Sin embargo, me refiero a la cultura colombiana. Es una crítica, pero la cultura colombiana me parece muy baja, acá uno es culto de milagro. Es un milagro que seamos cultos y tengamos ciertos modales. Me queda mal decirlo, pero soy quien soy gracias a que tuve un papá y una mamá diferentes; éramos diferentes en Bucaramanga. No hay muchos cambios y hay cosas que te muestran que la gente es muy inculta. Y en eso estábamos muy de acuerdo con Urbano: éramos distintos.
¿Por qué relaciona la falta de cultura con la repetición?
Precisamente porque si se tienen que repetir tanto las cosas es porque el nivel cultural es bajo. Entonces en este país tienen que decir: “Aquí matan gente, aquí matan gente” para que la gente se dé cuenta. Yo también pensaba que se repiten ciertos hechos, lo cual es distinto a la parte cultural. Por ejemplo, todos los días uno ve que mataron a tal señor, encargado de ciertas cosas en algún pueblo, y uno dice: “¡Otro!“ todos los días. También tiene que ver con el hecho de que con la repetición se busca llamar la atención.
Usted misma la ha usado como una herramienta para hacer lo mismo a través de su arte.
Es cierto, tiene que ver con las técnicas que uno repite. En esa sala, en la que yo pongo otro, otro, otro, estoy precisamente ilustrando la repetición: ilustrando la repetición de un hecho doloroso. Lo que yo hago es llenar eso de todas las lápidas, que son una reflexión de lo que está pasando en el país. La única opción como artista para ilustrar lo que está pasando en el país es llenar eso de lápidas.
En ese sentido, ¿la repetición tiene algo de terapéutico?
¡Claro! Porque es de doble sentido lo que estoy diciendo: por un lado, en Colombia todo nos lo tienen que repetir porque somos incultos, pero por otro lado repetimos para entender, para conmover, para aclarar distintas posiciones: es el papel del artista.
Repetir el color, en ese sentido, concentrándonos en el verde. Tiene la casa llena de verde, Beatriz.
Sí, estoy obsesionada, pero es una idea que ya tenía hace rato.
¿Y qué va a ocurrir aquí?
Un desfile funerario.
¿Con los cargueros?
No. Con figuras.
Está literalmente en un papel cartulina.
Es un papel de dibujo, un papel especial.
¿Qué hay de la repetición en el color?
Que el color se fija también. Vas a ver cuando termine, no va a estar completamente verde. Teñí el papel de verde para que, cuando quede listo, en lugar de siluetas negras sean siluetas verdes. Ahí van a aparecer unas siluetas.
No sería difícil pedir que haga una oda al color verde. Viendo esto, creo que tendría mucho que decir sobre el verde. Es por el tema mortuorio por el que aflora el verde.
El otro día estaba recordando unas noticias horribles sobre Boyacá y las esmeraldas. Cómo la esmeralda es un símbolo de riqueza, pero esa gente está pobrísima. Al fin y al cabo, la esmeralda es un símbolo del país.
Pero usted no empezó por ahí.
No, ni terminé por ahí. Yo nunca lo había ligado a un producto típico de Colombia, es lo que te quiero decir.
Finalmente, el verde termina siendo matizado a lo largo del tiempo entre sus manos y en sus cuadros, así que uno podría coger cuadros de distintas épocas y hablar de muchos verdes distintos, así sea la misma tonalidad.
Eso se ha ido fijando. A mí me gustan todos los colores: me gusta el amarillo, me gusta el morado. Yo decía que la única persona que pintaba bien el morado era Botero, pero ahora yo estoy pintando con morado y no es tan difícil.
Lo estamos viendo.
Estuve trabajando mucho.
Una última pregunta, Beatriz. La Malpensante Moda es una publicación en la que nos acercamos a la moda como fenómeno artístico y de negocio. Desde el punto de vista creativo, todo en su obra da ganas; yo digo que sería tan inmediato hacer con ella una colección de moda, usando toda la paleta de color.
A mí me sorprende que tú estés con lo de la moda porque la moda uno siempre la asocia con la frivolidad, eso es así. Entonces, cuando tú te relacionas con la moda, yo siento y entiendo que le estás dando un nivel que no tiene, la estás sacando de su nivel frívolo. Claro, al momento de vestir yo me cuido un poco, pero soy muy sobria, en todo. Eso de la moda me da un poco de miedo, le tengo miedo a la moda.
¿Por qué?
Por lo que te decía, porque está encasillada en la frivolidad. Tú la quieres sacar de ahí. Vamos a ver si puedes.
ACERCA DEL AUTOR

Fundadora de SillaVerde, compañía especializada en investigación y publicación de contenidos sobre el ecosistema moda con énfasis en tradición artesanal y sostenibilidad. Creadora y docente del curso “El fenómeno de la moda, escribir con propósito”. Consultora diseño contemporáneo y artesanía. Profesora Análisis de Moda, Facultad de Creación (Universidad del Rosario) y empresaria plataformas de moda y arte. Destina varios meses al año para concebir, dirigir y gestionar tanto temas editoriales como participación de marcas aliadas para La Malpensante Moda.